Miguel Vega de la Cruz tiene 59 años. El pelo canoso, peinado con una raya a la izquierda. Lleva una chaqueta de lana verde que se abrocha con una cremallera y una camisa gruesa de algodón. Con eso, se protege del frío de Tharsis, en la sierra de Huelva, zona minera donde ahora reside. "Lana buena", dice. Miguel mueve inquieto, ágil, los dedos enormes, como si echara algo de menos. Tira al suelo el cigarrillo que se acaba de fumar y dice:
¿Vamos a por la guitarra o qué?
Grabó 19 inmensas canciones en los setenta en dos álbumes distintos
En una sala habilitada para visitas del centro para ancianos en el que pasa los días y las noches, Miguel saca de la funda una guitarra Raimundo. Acerca el oído a la madera barnizada, como si el instrumento fuera un bebé y él debiera acunarlo; así toca Miguel, escuchándose. Fija la vista en las cuerdas, mientras sus dedos y uñas, moradas, extraen un sonido alegre de mil rayos y truenos y centellas.
Miguel guarda la guitarra en su funda. En ella, cual baúl, almacena cinco fotos de sí mismo, de cuando era joven, porque Miguel es aquel Niño Miguel, aquel que grabó 19 inmensas canciones en los años setenta, aquel que era tan bueno que le quitó el hipo a Enrique Morente y se lo quita a Paco de Lucía, aquel que le puso su guitarra en alguna ocasión a la voz de Camarón de la Isla, aquel que, hoy, cuando toca con ganas, suena como un directo en las entrañas.
Acabó harto de las maneras de las discográficas y se retiró a Huelva
Miguel dio hace unos días en el Teatro Central de Sevilla su primer recital, en el sentido comercial del término, en más de un lustro. Cuentan Benoît Bodlet y Chechu García Berlanga, autores, junto a Annabelle Ameline, del documental La sombra de las cuerdas, premiado en la Mostra de Valencia y que recupera la figura de Miguel, que este firmó en 1974 un contrato por cuatro discos, a razón de uno al año, y que no llegó a grabarlos todos. Hizo dos y comenzó un tercero. 19 tremendas canciones en total, ahora recopiladas en el álbum llamado Diferente.
Miguel, afirman, acabó harto de las maneras de las discográficas, y decidió retirarse a Huelva. De algún modo, renunció a hacer discos, a la fama, a la vida que, por su talento, debía llevar. Y en vez de brillar para la sociedad, como una estrella más, se convirtió en un queridísimo mito local. "Miguel iba a tocar en un especial de Nochevieja, en los setenta, y Valerio Lazarov, que lo dirigía, pretendía que Miguel no se arremangara para tocar, como él quería. Miguel no consintió que le dijeran cómo tocar y no tocó", narran Chechu y Benoît. Anécdotas de este tenor, en busca de un respeto para el flamenco y sus intérpretes, se cuentan también de Camarón. Miguel demandaba una consideración que no encontró en su aventura hacia el estrellato. "A Miguel se lo quiso llevar todo el mundo como guitarrista. Hubo contratos en la mesa, dinero... y él prefirió seguir en Huelva", explican los autores del documental.
El genio de Miguel sólo es (re)conocido por los muy flamencos y, claro, en Huelva, donde se instaló y donde tocó y tocó, dale que te pego, como siempre. "Sólo dejé de tocar en la mili", dice él en Tharsis y tuerce el gesto. "Estuve herido", dice, con una mueca. Y ya está. No le gusta recordar aquello. De su padre, Miguel, el Tomate, aprendió los secretos de la guitarra. "Mi abuelo le enseñó y fíjate lo que salió ahí. Sólo con 20 años, cómo tocaba, cuando ninguno sabíamos", dice en el documental Tomatito, sobrino de Miguel, y guitarrista de cabecera de Camarón. Un día y otro y otro con la guitarra. Enlazaba los días con las noches con el instrumento entre las manos. "Es toda la familia. Son una familia de guitarristas. Lo llevan en la sangre. Es impresionante", afirman Benoît y Chechu.
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Miguel fue diagnosticado de esquizofrenia, una enfermedad mental que afecta al 0,5% de la población y, luego, cayó en la droga. Vivió a salto de mata en Huelva durante años, tocando para ganarse la vida, en bares, donde podía. Benoît recuerda esta anécdota de aquellos tiempos: "Un día Miguel se presentó en una peña flamenca de Huelva para escuchar, porque a él le gusta escuchar lo que se hace, es su comida flamenca. Y al final de la actuación, Miguel quiso subirse para tocar y empezó a subir, pero se notaba que el público tenía problemas con eso. Y Álvaro Ramos, el guitarrista que me presentó a Miguel, subió al escenario y dijo: Vamos a ver, tenemos aquí al artista, al gran genio, así que por favor, es una oportunidad'. Y ya dijeron: Que se suba". A pesar de episodios más o menos desagradables, Huelva siempre ha querido a Miguel. Todo el mundo lo conoce, todo el mundo transmite su leyenda. Y el que llega nuevo, lo aprende. Cuidado con Miguel, que es un genio de la guitarra. Tocó con Camarón, con Paco de Lucía, escuchan los visitantes. "Miguel no tenía rival, era único. Si Miguel hubiera estado bien, hoy la guitarra flamenca sería distinta", resumen Chechu y Benoît.
Aquellos días son días que ya no volverán, que canta Antonio Vega. Huelva le ha hecho su homenaje, con placa incluida. "Hay que sufrir para estar aquí", dice Miguel y sonríe. En Tharsis, Benoît y Chechu han ido a verlo. Esta vez le han llevado la ropa con la que actuó en Sevilla. Miguel guarda la guitarra en la funda y, paciente, se quita su chaqueta de lana verde y la camisa gruesa de algodón y se prueba dos trajes pantalón y chaqueta grises; otra chaqueta de terciopelo negro con un pañuelo blanco en el bolsillo, a la altura del corazón; una camisa blanca; una corbata color cereza, otra granate, y un cinturón.
Escoge la elegante chaqueta de terciopelo negro, la corbata granate y uno de los pantalones grises, al que hay que arreglar los bajos. No hay problema, en la residencia se lo pueden confeccionar. Con la camisa y el cinturón no hay elección, pero no importa. Miguel desenfunda de nuevo la guitarra y prueba a tocar con la chaqueta de terciopelo. El resultado es bueno. Miguel está convencido, está cómodo. "A ver si me sale", dice, responsabilizado, sobre el recital de Sevilla. Lleva más de un lustro sin subirse a un escenario ante un público que paga una entrada por verle. "La gente es muy exigente", sonríe. "Todo depende de las ganas. A veces te aburres de tocar", agrega. Finalmente, no fue uno de esos días. Salió, tocó y triunfó. El público, que abarrotó el Teatro Central, lo recibió con cariño y lo despidió en pie. Una versión sobrecogedora que está ya colgada en Youtube de la archifamosa Entre dos aguas tuvo la culpa. Al escenario salió finalmente sólo con la camisa blanca. La corbata y la chaqueta de terciopelo se quedaron en el camerino en donde se reunió su familia y donde Miguel fue feliz. Allí escuchó tocar a José, el hijo de Tomatito, a quien animó con un sonoro "¡bien!". Tras el concierto, el mismo Tomatito felicitó a su tío y quiso saber más sobre su arte. Le dijo a Miguel: "Qué bonito ese trémolo que hiciste en la taranta, ¿esto de dónde viene?".
En Tharsis, entre toque (ahora una demoledora minera), cigarrito, y toque (ahora su clásico vals flamenco) Miguel va respondiendo preguntas. "Paquito de Lucía", dice con cariño. "Manolo Sanlúcar también es muy bueno", añade. "Me gustan los tarantos porque las cuerdas vibran al aire", escoge. ¿Qué música escucha? "Flamenco, Beethoven, Mozart, el otro, tóo, tóo", dice. Y, tras un silencio, agrega: "Mi amigo es el mejor" ¿Quién es ese amigo? "El mejor amigo eres tú mismo", ríe Miguel.
¿Es creyente el Niño Miguel? "Claro", responde. Un silencio, y añade, con una sonrisa: "Creo en la gente". Y al rato, remata: "Hay un dios grande, nosotros somos muy pequeñitos". Miguel tiene esa relación especial con lo fugaz y con lo divino que le da un aura por momentos mística e inasible a su toque. Su postura, su silencio, su mirada cuando le busca el envés a las cuerdas parece trasladarle a ese universo en el que habita la inspiración y en el que Miguel parece haber estado de visita tantas veces.
Y, tras fumar otro cigarrillo, ya cansado de la charla, dice, de nuevo: ¿Vamos a por la guitarra o qué?